
Muchos
profesores vivimos todavía en el siglo XIX. No nos hemos percatado,
o en algunos casos no terminados de aceptar, que determinados
paradigmas educativos han cambiado, y que lo que sirvió para que
estudiaran Mariano José de Larra o Marie Curie, si se observa con un
mínimo detenimiento el contexto, un elemento fundamental para
entender el acto educativo, no puede ser válido, o por lo menos no
puede ser suficiente, para que los hombres y mujeres del siglo XXI,
entiendan, comprendan y sean capaces de valorar y hasta de cuestionar
el modelo bajo el que vivimos. Solo posicionamientos muy
conservadores pueden propugnar seguir ajenos a esta evidencia
constatable. Y así, siendo obvio que hoy nadie se plantea realizar
una intervención quirúrgica con el instrumental y los protocolos
del siglo XIX, en la escuela, que habría de ser un referente desde
el que abrir nuevos caminos, un acto tan fundamental como el acto de
leer se mantiene anclado en unas premisas y en una concepción a
todas luces insuficientes para abordar las nuevas realidades en las
que conviven y desde las que han de interpretar la vida nuestros
alumnos.
Por
estos planteamiento es por los que tampoco pueden compartirse con
José Antonio Marina y María de la Válgoma, sin duda referencias
imprescindibles de nuestra educación, la afirmación de que “La
lectura se encuentra acosada por la competencia de otras fuentes de
diversión e información, en especial por los medios audiovisuales,
que ejercen desde la infancia una poderosa fascinación”
1.
Y es que no tienen muchos distractores a su alcance, que quizá
también, lo que sí tienen delante es un marco espacial distinto, un
marco instrumental y de referencias diferente, mucho más amplio que
aquel en el que desarrollaban sus capacidades intelectuales nuestros
antepasados. Un escenario en el que, desde la “explosión digital”,
las posibilidades son muy diferentes y cada vez más distantes de
los antiguos modelos unidireccionales.
La
actualidad digital ha desvelado espacios para la lectura interactiva
impensables antes, cuando el proceso de definición de los contenidos
dependía en gran medida del potencial imaginativo del lector, al que
se imponía la obligación de –por ejemplo- imaginar los mundos
sugeridos por el texto. En ese sentido los textos de la modernidad
son más democráticos porque, incluso a los menos creativos o
aquellos que presentan déficit de creatividad, les facilitan
modelos con los que acceder a las realidades que se ofrecen. Y este
hecho, contrariamente a lo que podría pensarse, no tiene por qué
mermar las capacidades de quienes sí poseen o han desarrollado la
creatividad o la innovación. Esos, sin duda seguirán encontrando
nuevos caminos, nuevas fronteras en los textos con los que trabaja.
Lo cierto es que cuando un niño, por ejemplificar, se enfrenta a la
pantalla de una tableta o de una computadora con una aplicación
interactiva, tiene ante sí un código mucho más elaborado, y que
solo una parte de ese código con el que ha de trabajar y que ha
descodificar, coincide con aquel otro al que se enfrentaron los
pensadores citados al principio o cualesquiera otros.
Vivimos tiempos en los que la frontera de las cosas, de las artes y
de las ciencias están cada vez más difusas. El viejo dilema
ciencias o letras será cada vez más difuso. El futuro, en un mundo
sin fronteras para el intelecto, será de quienes dominen la
capacidad de crear y de entenderlo. El futuro cada vez está más
cerca de un remozado concepto del hombre utópico del Renacimiento.
La pena es solo que los Estados y los poderosos idearán un modelo
suficiente y capaz para gestionarlo a favor de los de siempre.
1
La magia de leer, Capítulo 2: Razones de un desamor, Plaza y
Janés, 2010.